La tecnología ha llegado a niveles que eran inimaginables hace apenas unos años. ¿Quién hubiese dicho en 1970 que, en apenas 4 décadas, llevaríamos todos unas cajitas en nuestros bolsillos que nos permitirían hablar con cualquiera en cualquier momento y lugar del mundo, buscar y encontrar información al instante, o ver películas y series enteras en el metro? Desde luego, es una muestra de las capacidades de nuestra especie increíble, pero, ¿es realmente todo este progreso beneficioso para los seres humanos?
A menudo no consideramos el daño que puede causar el progreso. El peligro con la tecnología es abandonar nuestro estado natural. No olvidemos que somos animales que no están diseñados para sentarse en frente de un documento de Word durante 8 horas seguidas. Sustituimos las relaciones humanas por chats en pantallas y el contacto con la naturaleza por trabajo de oficina. Reemplazamos procesos naturales que nuestro cerebro reconoce y recompensa, por otros artificiales que no satisfacen los deseos de nuestros instintos. Esta desconexión con nuestra forma de vida natural nos causa estrés e insatisfacción con nosotros mismos, explicando el aumento de enfermedades mentales y depresión que observamos hoy día en todo el mundo desarrollado.
Y, aun así, todo esto es inevitable. Después de todo, progresar es también otro de nuestros instintos y la ciencia nos hace humanos. Progresamos para vivir mejor, aunque no veamos los peligros que tiene este progreso a largo plazo. Así ha sido desde la revolución industrial, y así será hasta que sustituyamos nuestra felicidad misma por botones que nos inyecten “químicos felices” en nuestros cerebros.
Aimar Seminario Unzu
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