Luces que van y vienen
Hace un tiempo, cuando apenas tenía unos diez años, mi familia y yo padecimos estrecheces económicas. Nos costaba gran esfuerzo llegar a final de mes, por lo que mi madre tomó la decisión de mudarnos a una casita lejos de la ciudad. Nadie veía con buenos ojos aquella propuesta y, mucho menos, cuando supimos que íbamos a convivir con una señora de la que desconocíamos hasta su nombre; pero no había elección.
Una tarde, mientras ordenaba mi nueva habitación buscando algo de sosiego en todo aquel brusco cambio en mi vida, de repente, ¡se apagó la luz!… Giré la cabeza y no vi nada cerca del interruptor, así que me acerqué y lo volví a encender. “Algún fallo en el sistema eléctrico”, pensé. Volví a mis quehaceres, pero tan pronto los retomé, se volvió a apagar la luz. Esta vez, un sudor frío empezó a recorrer mi espalda y cuello. Inmediatamente corrí fuera de la habitación buscando la figura de mi madre. Al llegar a ella le conté lo sucedido entre respiraciones entrecortadas por el miedo.
Cuando acabé, ella simplemente señaló detrás de mí. Me giré y vi a una pequeña niña riéndose con picardía. “Ahí está tu fantasma, cariño. Es la nieta de la señora.”
Steven Morocho
Un paseo con mi abuela
En esos momentos me sentía plena, feliz. Nada que lo pudiera arruinar. Simplemente era un paseo con mi abuela, la ocasión de salir de la línea de casas donde siempre estaba, adentrarme en el pueblo. No había gran cosa, no íbamos a hacer nada en especial, solo enviar unas cartas cuyo propósito ignoraba. El pueblo tenía un kiosco y un pequeño supermercado, nada más, pero me resultaba fascinante salir y recorrer sus calles en aquel día soleado de verano. Llevábamos un rato andando, que a mí se me pasó muy rápido, cuando mi primo mayor preguntó a nuestra abuela cuándo llegaríamos al parque. Yo le alentaba a seguir caminando con energía. Pasamos por las vías del tren abandonadas. Oxidadas hasta solo servir para chatarra. Poco más adelante llegamos a un paseo que nos llevaría hasta el parque. Me di la vuelta un segundo, hablando con mi abuela, cuando mi primo se cayó por una colina llena de ortigas. Nos quedamos mudas: un momento en shock, para después reírnos y ayudarle a subir de nuevo al camino. Pero antes de eso, mi abuela le sacó una foto cuando todavía estaba entre todas esas ortigas.
Fue una buena foto para el álbum familiar. Cuando recordamos ese día todavía nos reímos…
Karolina Niedoba
¡EL ADIÓS!
Cuando tenía unos 8 años y mi hermana menor 5, en 2013, mi madre viajaba de Nicaragua a España, mientras nosotras nos quedamos con nuestra abuela, que sería nuestra tutora legal a partir de entonces. Ella se marchaba para darnos una vida mejor con el dinero que mandaría desde España. A lo largo de esa semana, antes de que cogiera el avión hacia España, pasaron muchas cosas: el primer día nos dijo en nuestra antigua casa que se iba. ¿Cómo? fue una sorpresa, un desgarro, no podía creer que ella se fuera. Al segundo día fuimos a la casa de nuestros abuelos para tener una comida familiar y despedirnos de ella, aun así seguía sin creer que de verdad se fuera. El tercer, cuarto y quinto día fuimos de paseo con nuestro padre junto a ella, por casi toda Managua, a unos lugares preciosos, para quedarnos con recuerdos lindos de sus últimos días, ya que no la íbamos a ver durante muchos años, quién sabe cuántos… El sexto día estuvimos ayudando a empacar sus cosas. Queríamos aceptar que se iba por nuestro propio bien, para darnos algo más y mejor de lo que nos podía ofrecer en Nicaragua. ¿Algo mejor que ella misma? El séptimo día fue uno de los más tristes de mi vida: cuando la acompañamos al aeropuerto y nos despedimos definitivamente, cuando la vi que desaparecía tras el control de viajeros, sentí que me quitaban una parte de mí misma. ¡Era mi madre! Viví mis mejores y peores momentos de infancia con ella, era la persona a quien debía mi vida, la que había estado desde el día que nací hasta aquel último instante, cuando desapareció de mi vista, ¿hasta cuándo? Fue algo muy trágico para mí y mi hermana: sentía que era la única persona en la que podíamos confiar en esos momentos. Y al escuchar los gritos y llantos de mi hermana, y ver la desesperación en sus ojos, que quería irse con mi madre, fue muy triste de veras. Yo estaba sintiendo lo mismo, pero era mayor que mi hermana y lo único que podía hacer era llorar junto a ella y abrazarla, en esos momentos era mi único consuelo.
Y así doy por terminada aquella semana, que recuerdo tan intensamente que parece hubiera pasado ayer mismo, una experiencia que marcó mi infancia, a la que me fui acostumbrando poco a poco, porque no había otra posibilidad.
Pasaron cinco años y volví al aeropuerto nuevamente, pero ya no con aquel disgusto, esa negación de que ella se iba sin remedio, sino con la alegría en todo mi cuerpo, una sonrisa de punta a punta en cada mejilla porque ¡volvía a ver a mi madre! Estaba muy emocionada, después de tanto tiempo, y lo único que quería era estar con ella, abrazarla, sentir el calor de su cuerpo, su cariño que se me había quedado en aquel aeropuerto tantos años atrás. Y así fue: la vi y eché a correr hacia ella, mi hermana menor me ganó la carrera y la abrazó primero, pero no me detuve y seguí detrás de ella, pude sentirla junto con mi hermana y ahí sí puedo decir que ese fue el mejor y más sincero abrazo de mi vida.
Ania Zelaya
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