Jesús de Miguel Vallés
Muchas películas extraen su argumento de obras literarias previas, sobre todo novelas. La necesidad del cine de hallar historias que contar está en el origen de semejante traslado. El proceso convierte el relato escrito en imágenes en pantalla, y ello no está exento de dificultades. En ocasiones la exigida concentración conduce a simplificaciones que empobrecen lo narrado: es el caso, por ejemplo, de Los hermanos Karamazov, película dirigida por Richard Brooks en 1958, a partir de la novela de Fiodor Dovstoievski, en la que la complejidad psicológica de los personajes se ve reducida a un esquematismo raquítico. Otras veces, los caracteres están muy bien delineados en la pantalla, y respetada la serie de acontecimientos que expone la historia novelesca, aunque por procurar ser muy fiel a la obra original, la película resulte de ritmo demasiado acelerado. La película Madame Bovary, dirigida por Claude Chabrol de 1991, procura ser muy fiel al texto base de Gustave Flaubert. No obstante, a pesar de sus dos horas largas de duración, no tiene otro remedio que suprimir los intervalos descriptivos de la novela (importantes para la ambientación general de los hechos, e incluso para la justificación del decaimiento anímico de la protagonista), y, por otro lado, somete a tales sucesos a un ritmo de desarrollo bastante rápido, excesivo quizá, en el afán del realizador de no suprimir ningún episodio.
Inconvenientes, en fin, de transponer la historia de un medio a otro diferente, por mucho que ambos sean esencialmente narrativos.
En ciertos casos, sin embargo, la adaptación cinematográfica es sobresaliente. Los santos inocentes, novela, fue publicada por Miguel Delibes en 1981, y apenas tres años después, en 1984, fue adaptada en película por el realizador Mario Camus. El guion lo llevaron a cabo entre el propio Camus, Antonio Larreta y Manuel Matji. Les pareció oportuno conservar la estructura de la novela en fragmentos narrativos cuyos respectivos ejes son los personajes claves de la historia. Al comienzo de cada fragmento la imagen se centra en el personaje en cuestión, mediante un par de “saltos de raccord” (desde el plano entero o medio hasta el primer plano definitivo, pero a saltos, llamando la atención del espectador al romperse la continuidad del acercamiento),
En la primera mitad de la película se nos va presentando a los distintos personajes de un modo pormenorizado, sin prisas: por un lado los aparceros del cortijo (Paco “el bajo” y su familia); y por otro, los señores (el señorito Iván, la Marquesa, el administrador de la finca y su esposa); ambos mundos están conectados por la relación laboral de semiesclavitud a la que están sometidos los primeros, concretada en el ambiente de la caza: el señorito Iván es un aficionado casi enfermizo, que siempre quiere cobrar más becadas que nadie, y utiliza a Paco “el bajo” como “secretario” que lleva la cuenta de las piezas abatidas y olfatea el rastro de las que se hayan extraviado. En la segunda mitad, cuando se produce el suceso desencadenante -la caída de Paco del árbol y el astillamiento de un hueso, y su invalidez- todos los hechos posteriores suceden a más velocidad, con alguna urgencia -el malhumor del señorito Iván, que no encuentra otro “secretario” del nivel de Paco; la nueva caída de Paco (que supone la ruptura completa del hueso y una cojera lastimosa); la utilización del Azarías, el cuñado de Paco en la batida; el encorajinamiento del señorito Iván, que pasa una mañana en blanco y acaba disparando a la milana que había criado el Azarías; y el ahorcamiento del señorito Iván por venganza del Azarías-.
La película no solo es muy fiel al espíritu y al contenido de la novela, sino que incorpora varias novedades que incluso mejoran la historia, al redondearla con detalles muy significativos. La localización es en la dehesa extremeña, en sí misma bellísima, de unos horizontes abiertos, cuyo arbolado disperso (alcornoques, encinas) emerge entre la niebla y el frío.
Pero dejando aparte las consideraciones estéticas, resulta un ambiente idóneo por tratarse de una de las zonas de latifundios seculares, con extensos campos sin cultivar, tan solo reservados a una ganadería porcina escasa, y muy aptos como cotos de caza. En ese contexto natural es manifiesto el desequilibrio social entre los dueños, muy ricos, y los aparceros, muy pobres y semianalfabetos, sin posibilidad alguna de promoción personal. En la novela Delibes no aborda la evolución de los hijos posterior al ahora de su adolescencia y primera juventud en el seno de la unidad familiar. En la película, en cambio, el Quirce y Nieves (en la novela hay otro hijo varón más) emigran a la ciudad y así consiguen una relativa independencia personal, el uno como mecánico de taller, y la otra como operaria en una fábrica. Ambos se emancipan y quedan integrados en el éxodo del campo a la ciudad, que se verificó en toda España a mediados del siglo XX.
En realidad, la novela concluye con el suceso trágico de la venganza -o ajuste de cuentas del Azarías sobre el señorito Iván, y nada más se narra del futuro de ninguno de los integrantes de la familia: Nada del Azarías, al que en la película vemos recluido en un psiquiátrico, prácticamente muerto en vida, él, que era un hombre feliz correteando el cárabo al anochecer todos los días. Nada de la “Niña Chica”, la hija deficiente que emitía unos quejidos desgarradores y solo parecía tranquilizada cuando la atendía el Azarías. Tampoco sabemos nada del destierro de Paco y su esposa, la Régula, otra vez a una borda en el extremo confín de la finca. ¡Qué amarga resulta la mirada que los dos últimos cruzan entre sí cuando se está marchando a la ciudad el Quirce, para no volver nunca!: es la mirada de la tristeza más profunda, porque, aunque el padre se lo ha recomendado, ese es el mejor porvenir para el hijo, para ellos representa la soledad absoluta, sin atenuantes. Es una escena sin palabras, hecha sola del cruce de miradas entre Paco y la Régula, pero de una intensidad emocional tremenda, que queda suspendida en el ánimo del espectador. La escena está filmada desde la contención y sin caer en énfasis que pudieran resultar lacrimógenos: tan solo Paco, que ha visto alejarse al hijo, con una mirada profundísima de abatimiento y angustia se vuelve hacia su mujer, la cual, sobresaliendo apenas del portillo, aguanta un breve instante la mirada, esconde la cara bajo el pañuelo y se agacha para entrar en la borda. Todo es brevísimo, y Camus corta el momento con sequedad de cirujano. Pero la imagen precisa nos deja la tristeza en nuestras mentes, auténtica, rotunda.
En las imágenes puede comprobarse que la fotografía está positivada en clave tonal baja, la cual sume a los seres humanos en una penumbra que por momentos casi es semioscuridad, un claroscuro dramático que subraya lo miserable de la condición humana de los aparceros.
Además de lo hasta aquí comentado hay una diferencia destacada del grado que se le reserva a un episodio presente en la novela y también en la película. Es la secuencia de la fiesta de la Primera Comunión del nieto de la Marquesa, mucho más desarrollada en la película. En esta se extiende llena de episodios, con una importancia destacada, aparte de por la extensión que merece el conjunto, por la posición equidistante entre el comienzo y el final de la historia, como núcleo central de la misma. Asistimos, con detalles minuciosos, primero a los preparativos de la fiesta (la limpieza general de la casa, los suelos, las alfombras…, el abrillantamiento de la vajilla de plata); luego a la llegada de la Marquesa en un Mercedes de lujo, acompañada del amplio séquito que integran su hija, el nieto, el obispo; el recibimiento de todos los criados y empleados, en riguroso pase de revista (se ironiza en tal recepción sobre el acatamiento al obispo, que da a besar su anillo y esgrime su bendición a uno, a otro, a otra más.., hasta que se harta de un proceso de reverencias que le resulta prolijo y lo acorta esbozando una atropellada bendición general); más tarde se acomete el reparto por la Marquesa de propinas o aguinaldos a sus empleados, todos en fila, y, uno por uno,
tratados por su nombre e incluso amonestados para que aumenten la familia con más hijos; luego viene la ceremonia religiosa, precedida del retraso en aparecer del padre -el señorito Iván- y la esposa del administrador, para deshonrosa humillación del último y escandaloso cinismo de Iván… El festejo concluye con los dos banquetes simultáneos, que evidencian el contraste radical entre los ambos mundos, de señores, y aparceros, interdependientes pero distanciados en lo social, en lo cultural y, en fin, en cuanto atañe a la simple dignidad humana. Los señores comen en el interior de la casona, en una mesa adornada con los requisitos de la etiqueta y de un cierto boato; están serios, y enguyen las carnes en un silencio donde no se oye más que el ruido de los cubiertos al chocar con la loza. ¡Qué abismo entre ese banquete y el popular, que mantienen las gentes corrientes fuera, al aire y al luminoso sol de primera horas de la tarde! Este se celebra encima de un tablón corrido sin mantel, y todos comen y beben con fruición, en una alagarabía de voces, cantos populares y bailes folclóricos…, en medio de una sana euforia. Por eso, cuando la Marquesa se asoma al balcón de la finca, en el reposo de la sobremesa, recibe vítores de los empleados, que ella agradece protocolariamente con la amabilidad de una gran dama: los vítores suenan auténticos, porque los pobres en su llaneza se lo han pasado bien y están alegres; las maneras de la Marquesa, en cambio, son estudiadas y, por lo tanto, postizas, las de una “madrecita” al sentirse envanecida por las aclamaciones de sus subordinados.
Mario Camus, en suma, no solo respeta el espíritu de la novela de Delibes, sino que incluso la mejora. Si ello fuera posible.
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